viernes, 8 de junio de 2012

Frenesí Bengalí


Bangladesh me recibe con un halo de calor que me abraza infatigablemente, como una Diosa madre ansiosa por recibir al hijo pródigo. En el Aeropuerto me espera Sumon, un amigo de Ida y Anna, que ha venido a recogerme con Shams, un colega suyo. En realidad no soy consciente aún de cuanto debo agradecérselo, pero diez minutos en el coche bastarán para darme cuenta.

Dhaka es una verdadera locura en la que se conjugan edificios modernos con barracas, coches lujosos, autobuses desvencijados e incluso algunos animales. Pero por encima de todos sobresalen los rickshaws a pedales. Inmediatamente vienen a mi mente imágenes de la Calcuta tan bien retratada por Dominique Lapierre. Estos escuálidos hombrecillos tiran de sus carros con afán, llevando a generosas matronas y a sus opulentos maridos por la cuarta parte de un euro.
Quedo fascinado por el país y su gente, por su estirpe bengalí...
Antaño fue esta una tierra colmada de riquezas, capital de reinos épicos que dominaron sobre gran parte del subcontinente indio. La antigua provincia de Bengala, experimentó en sus carnes los males del colonialismo británico. Ofuscados por la productividad de las tierras de labranza, los europeos redujeron la selva y los hábitats naturales, condenando a muchas de sus especies a la desaparición. La región se volvió más sensibles a los rigores climáticos, propiciando ya en el siglo XX y en plena explosión demográfica, la aparición de devastadoras hambrunas. En el año 47, Bengala volvió a sufrir como ninguna el drama de la partición. Dividida en dos, la parte oriental quedó integrada en el nuevo Pakistán, país en el que nunca consiguieron encajar. A esto le sucedió una dramática guerra por independencia, que tuvo devastadoras consecuencias para sus gentes.

Esto es Bangladesh, un país de mayoría musulmana y étnicamente indio. En el que la diferencia entre ricos y pobres es completamente exagerada. Dónde no hay turistas, y casi todos los occidentales que se dejan ver por sus calles trabajan para empresas del sector textil y su exportación.

Mi primera noche transcurre en el hotel que me encontró Sumon, el más económico de la ciudad. El precio es escandaloso para la habitación. Ni más ni menos que ¡50 dólares americanos! Cómo acabo de llegar de Tailandia no puedo evitar pensar que allí no costaría más de 400 baths, unos 8 euros por noche.

Al día siguiente me pongo en contacto con Oscar, otro amigo de Ida y Anna que va a alojarme durante mi estancia aquí. Trabaja montando una fábrica de sofás. Descubro en él a un tipo estupendo al que le interesa todo tipo de arte. 
Subo al coche creyendo que se trata de un taxi y me llevo mi primera sorpresa. La empresa le ha asignado un Toyota con chófer privado. Pronto descubriré que en Dhaka es una costumbre habitual. Salgo disparado del hotel, como si fuera un marqués y en el ímpetu dejo olvidada la cámara fotográfica que tan buen servicio me había prestado hasta entonces.
Ignorando mi perdida recibo una primera impresión diurna de la ciudad; Ruido y más ruido. Aquí como en la India, todo el mundo va tocando el claxon continuamente, como si ello sirviera para aligerar el congestionado tráfico. Las calles están llenas de polvo, los semáforos escasean tanto o más que los turistas. 


Cuando por fin paramos en uno, tullidos de toda clase se acercan a demandar limosna pegándose a los cristales del coche, de manera tan exagerada que uno se siente como en el interior de una pecera. Durante el trayecto varios niños harán lo mismo, propiciando que alguna cosa se desgaje en mi interior. Sin embargo, sigo fiel a mi promesa de no dar dinero salvo en casos realmente escandalosos. En primer lugar, mi economía es realmente precaria a estas alturas y en segundo tengo mis dudas sobre lo que significa una ayuda real para estas personas. En el caso de los niños lo que más me duele es constatar la perdida de su inocencia, así que durante el resto del camino medito como puedo hacer algo por ellos sin acceder a darles dinero. 


Llegamos a casa de Oscar, un edificio que parece un hotel, con porteros y guardas circundando su entrada. Me cuenta que el vive en un apartamento del cuarto piso. Éste no tiene nada que envidiar a cualquier vivienda europea; tres habitaciones, tres baños, aire acondicionado. También dispone de un cocinero que ademas le hace la limpieza de la casa. Evidentemente la mayor parte de esos “lujos” corren a cuenta de la empresa que le contrato en España y puedo atestiguar que sin duda se hace merecedor de ellos trabajando casi once horas diarias. 

Como se ha mudado recientemente, tan sólo tiene una cama, así que por la tarde Sumon me acompañará a comprar un colchón. Comemos un fantástico dhal y cuando regresa al trabajo, descanso un rato antes de que me recojan.
Son las cinco en punto cuando mi amigo bengalí llama a la puerta. Fumamos un cigarrillo mientras le muestro los diseños de las camisetas y acordamos los cambios que debo realizar con el photoshop. Parece que nos entendemos rápidamente y que no va a haber ningún problema.

Al bajar a la calle, cojo mi primer rickshaw. La experiencia no tiene nada que ver con los Tuk-Tuks tailandeses ni tampoco con los rickshaws motorizados indios. 


Rickshaws esperando para recoger a sus clientes

La cola es larga y algunos se impacientan

 Aquí el asiento es realmente pequeño, y aunque Sumon no es muy grande, vamos justos de espacio. El conductor se maneja con habilidad, sorteando baches y otros vehículos, aunque muchas de las veces parece que vayamos a chocar nunca llega el fatal desenlace. Sobrevivo a la experiencia y una vez llegados a Gulshan 2 nos adentramos en un mercado de dos plantas en el que venden de todo. Después de visitar varias tiendas especializadas, decido comprar un trozo de espuma de alta densidad con funda de algodón y almohada, todo por unos treinta y cuatro dolares. Los precios de los colchones son casi tan elevados como en Europa, sorprendiéndome una vez más.

En el mercado de Gulshan 2

Volvemos a casa a dejar el colchón. Me consuelo pensando que por lo menos ahora vamos parapetados por la espuma. Una vez allí, Sumon me pide que le acompañe a otro mercado a comprar un sari para su tía. Volvemos a montar en rickshaw, a lo que ya me voy acostumbrando.

La tienda de saris tiene unos telas preciosas de precios exorbitantes. Me cuentan que son tejidos tradicionales bengalís, con hilos de oro y plata.
Al salir vamos a su casa, donde conozco a su hermana y a parte de su familia. Son gente hospitalaria que siempre tienen una sonrisa en la cara. Después nos recoge un empresario amigo suyo, Shaquill, que se dedica a los negocios inmobiliarios. Recogemos a Oscar y nos invitan a cenar al Regency, un hotel de cinco estrellas donde tomamos cerveza y fumamos shisha sin parar. Me gusta especialmente la de uva y menta. La cena tendrá lugar en el restaurante del hotel, con un inmenso bufete donde degustamos gran cantidad de platos tradicionales y occidentales.  
Al terminar subimos a la terraza, descubriendo allí una piscina y un bar en el que sirven cócteles. Nos sentamos en el sitio más elevado y Shaquill pide más cerveza y shisha. Desde allí puedo contemplar la ciudad en todo su esplendor, sus ruidos, sus luces, sus tremendos atascos... Sus altos edificios, que poco a poco van ganando la partida a las casas bajas y a las chabolas...
Es un espectáculo apasionante ante el cual me entrego con la curiosidad del recién llegado. Sin tratar de juzgar ni tampoco justificar los contrastes, observando los detalles que poco a poco van desgranándose ante mis ojos. Esto es queridos amigos, la gran Dhaka...



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