No voy a ser
hipócrita ni a tratar de mentir. No tengo un grato recuerdo de
India. Durante los diez años transcurridos desde mi primera y última
visita, no he podido evitar estar en descuerdo cada vez que alguien
enumeraba las virtudes de éste país. Lugar de contrastes por
excelencia, no deja a nadie indiferente y tras los tres meses y
medio que anduve viajando por él, acabé harto de las triquiñuelas
y los malos modos de sus gentes.
Es algo que
siempre me ha entristecido profundamente, como una larga e
incomprensible historia de desamor. Amo la India, las universales
historias humanas de Kipling, el retrato espiritual de Hesse o la
exquisita Bengala de Tagore. Conozco su historia, sus religiones y
sus mitos, me deleitan sus cuentos enraizados en la noche de los
tiempos, quedo absorto ante la belleza de sus mujeres y el orgulloso
porte de los antaño temibles rajputs.
Por todo
ello, llegué con la ilusión de darnos una nueva oportunidad,
de borrar de mi mente aquellas ingratas memorias... No en vano habían pasado diez años, nada era lo
mismo, ni ella ni yo.
Calcuta es una ciudad extraordinariamente moderna, con pinceladas diecinovescas que atestiguan su pasado esplendor. Los edificios coloniales que dejaron los
ingleses se mezclan espontáneamente con modernos bloques de pisos y
decrépitas e improvisadas construcciones que contribuyen al ritmo
vertiginoso de la ciudad, convenientemente aderezado por las omnipresentes bocinas
y el color amarillo chillón de sus taxis.
Un par de niños en New Market |
Los clásicos Ambassador de color amarillo |
Alrededor de New Market I |
Alrededor de New Market II |
Pese al
buen comienzo, en menos de 24 horas albergo ya serias dudas de si el
“nuestro” se trata de un amor imposible de reconducir.
Ante mi
estupefacción, la compañía receptora de la moto me pide 12800
rupias, unos doscientos euros por notificarme que la moto está allí
y abonar la minuta portuaria. Sabía que tendría que desembolsar
dinero, pero no esperaba semejante sablazo. A eso aún debo sumarle
el salario del agente, pues no puedo negociar directamente con
Aduanas y los impuestos que allí determinen.
Mi agente se
llama Mr. Gosh, un apellido que por lo visto viene a ser como Pérez
en España. Los hay a patadas y aunque en un principio me ilusionó, él me deja claro que no tiene nada que ver con el Mr. Gosh que liberó
las motos de Tomàs y compañía, hará ahora unos cinco años. De
todas maneras, Mr. Gosh es un tipo afable, con intereses espirituales
a parte de su faceta administrativa. Después de pasar todo el día
en su oficina fotocopiando y modificando papeles, me dice que me
llamará por la noche para comunicarme el coste total de la operación.
Mr. Gosh me
visita al día siguiente en el hotel Maria. Tomamos un té mientras
me explica más claramente lo que me dijo la noche anterior por
teléfono. Me encuentro acatarrado y con fiebre, y no le entendí muy
bien cuando hablamos. Me comunica que debo pagar unas 20.000 rupias
más en extraños y diluidos conceptos que al final acaba
reconociendo cómo propinas. Todo ello evidentemente cuando llegue el
anhelado ATA, pues de no tenerlo, debería pagar un 100% del valor de
la moto en impuestos de importación, así como una penalización por
tener más de 3 años de antigüedad que ascendería a otro 100%. Yo
le digo que debo pensarlo, pues a parte de parecerme extrañamente
sospechoso, creo que es demasiado dinero.
Al día
siguiente el gripazo amanece completamente consolidado. Me levanto a
duras penas de la cama, me arrastro hasta la farmacia donde pido algo
para atajar la fiebre. Sigo hasta Jojo's dónde tomo un hot
chocolate y engullo el enorme pastillón de paracetamol. Compro
agua y vuelvo a dormir. Transcurren así dos días, entre la nebulosa
propia de la enfermedad y la de las lluvias que finalmente han
tomado la ciudad.
Al tercer día, mi mejora es evidente. Aunque debilitado me dirijo a desayunar con renovada alegría. Siempre pago la habitación después del refrigerio matinal, así que una vez salgo de Jojo's, procedo a efectuar dicho ritual. Ante mi sorpresa, el encargado, el manager no está, me dice que le adeudo tres días, lo que vendría a significar que nunca pagué más allá de la primera noche. Le digo que se equivoca y con un tono bastante desagradable contesta no ver mi firma por ninguna parte. No hay nada que me moleste más que la falta de educación, pero prosigo con la conversación. Le hago saber que nadie me contó que debía firmar cada día y me insta a esperar el regreso del manager. Sin más subo a la habitación, seguro de que él recordará que hemos cruzado cuatro palabras cada mañana mientras realizaba el pago.
Comento la situación con Nico, el chico belga que está en la habitación de al lado. Enseguida trabamos amistad, tampoco está aquí para hacer de voluntario en la casa de la madre Teresa y está cruzando India en una Enfield. Somos un par de raras avis unidos por las motos, y nos hemos hecho bastante amigos.
Al tercer día, mi mejora es evidente. Aunque debilitado me dirijo a desayunar con renovada alegría. Siempre pago la habitación después del refrigerio matinal, así que una vez salgo de Jojo's, procedo a efectuar dicho ritual. Ante mi sorpresa, el encargado, el manager no está, me dice que le adeudo tres días, lo que vendría a significar que nunca pagué más allá de la primera noche. Le digo que se equivoca y con un tono bastante desagradable contesta no ver mi firma por ninguna parte. No hay nada que me moleste más que la falta de educación, pero prosigo con la conversación. Le hago saber que nadie me contó que debía firmar cada día y me insta a esperar el regreso del manager. Sin más subo a la habitación, seguro de que él recordará que hemos cruzado cuatro palabras cada mañana mientras realizaba el pago.
Comento la situación con Nico, el chico belga que está en la habitación de al lado. Enseguida trabamos amistad, tampoco está aquí para hacer de voluntario en la casa de la madre Teresa y está cruzando India en una Enfield. Somos un par de raras avis unidos por las motos, y nos hemos hecho bastante amigos.
El infatigable tejano Zack |
Nico comiendo a lo Bengalí |
Al cabo de
un rato, el encargado llega hasta la terraza y con aire chulesco me
hace saber que el manager ya ha llegado.
Bajo a
recepción y después de saludarle cortésmente, éste
insiste en que adeudo tres días. Le pregunto si no recuerda
que hemos hablado todas y cada una de las mañanas. Argumenta que no
he firmado, le comento lo mismo, que a mí nadie me explicó que debía
firmar. Después de pensarlo durante un rato dice que quizás son dos
días, a lo cual respondo que pese a haber estado enfermo recuerdo
haberle pagado todas y cada una de las mañanas. Al final me dice que
debo un día, pero ya no me creo nada. Le insto a demostrar que día
es ese. No puede, así que ante la impotencia se pone a chillar como
un poseso. Me llama mentiroso, ladrón y tramposo... Aún con la reja de por medio me dan ganas de
agarrarlo por el pescuezo, pero me contengo y le pido que se calme. Prosigue con los
insultos y amenazas, añadiendo que me vaya. No voy a tolerar nada
así de nadie y menos de un tipo maleducado y pesetero.
Cuando subo
arriba Nico me interroga curioso. Le cuento que me largo, que me ha
insultado y me ha echado. Me dice que no me preocupe, que va a hablar
con él, pues son buenos amigos. De todos modos preparo las bolsas
corroborando mi primera impresión, a esta gente les importa un
rábano que el cliente quede contento. Prefieren cogerte 100 rupias
hoy sin importarles que quizás ibas a gastar 2000 durante la semana.
Nico sube al rato. Dice que le ha reconocido que ha perdido los papeles y que fue su culpa no informarme que debía firmar. Aún así insiste en que le pague un día de más. No voy a hacerlo. Con toda la calma del mundo me mudo al hotel de al lado. Es un poco más barato, pero en su defecto tiene más mosquitos y no puedo captar la señal de wifi de Jojo's. El aspecto positivo es que poseo una pequeña terraza casi en exclusividad.
Nico sube al rato. Dice que le ha reconocido que ha perdido los papeles y que fue su culpa no informarme que debía firmar. Aún así insiste en que le pague un día de más. No voy a hacerlo. Con toda la calma del mundo me mudo al hotel de al lado. Es un poco más barato, pero en su defecto tiene más mosquitos y no puedo captar la señal de wifi de Jojo's. El aspecto positivo es que poseo una pequeña terraza casi en exclusividad.
Mi pequeña terraza en el Paragon |
Para
contrarrestar tanta negatividad, decido que al día siguiente voy a
ir con Jerry, un amigo coreano a ver que se cuece en la
Mother's House.
Aún no
había tenido la ocasión de explicarlo con detalle pero Calcuta está
llena de extranjeros que vienen exclusivamente a cooperar
en la casa de la Madre Teresa. Es un fenómeno de masas que atrae
gente de todas partes. Como no, esta lleno de españoles y también
de catalanes. El siguiente grupo más numeroso son los coreanos y
después los yanquis. Por lo que se ve, la nacionalidad tiene que ver
con la temporada. Tengo que confesar que las únicas personas que he
conocido que no tienen nada que ver con eso son Eric, el amigo suizo
que ya se fue y Nico. Cada día a las 6:30 de la mañana, los
hoteles se vacían y no vuelven a llenarse hasta mediodía, cuando
regresan los voluntarios exhaustos por el trabajo y el calor.
Me levanto a
las 6:00 y me doy una ducha mientras espero a Jerry, quien en quince
minutos llama a mi puerta. Andamos unos veinte minutos atravesando el
barrio musulmán. Al igual que en todas las ciudades que he visitado
hasta ahora, es uno de los mejores momentos para pasear. Vemos como
los perros se desperezan, los hombres se lavan en las fuentes y las
madres preparan y peinan a los niños para ir al colegio. Llegamos a
la casa principal recién terminada la misa, justo cuando ofrecen un
pequeño refrigerio consistente en dos platanitos, una tostada y un
vaso de chai.
Tumba de Teresa de Calcuta |
Después de comer hablo con la hermana, con la intención de acudir al mismo centro que Jerry a jugar y hacer gimnasia con los niños. Pido el pase para un día, pero me mandan a otro destino, Prendam. Parece ser que debo acudir al sorteo de la tarde para poder solicitar plaza. Luego la misma hermana se sube a un púlpito y explica las normas para los nuevos.
Interior de la casa central de la Madre Teresa |
Me
junto con Zack, un tejano exiliado en Boston que ha ocupado mi
antigua habitación en el Maria. Hace pinta de evangelista, es muy
activo, y conoce el funcionamiento de todo a la perfección, como si
llevara allí toda la vida. Cogemos un autobús que nos cuesta 4
rupias. Después de veinte minutos de camino atravesamos unos descampados
sembrados de chabolas, que recuerdan a los famosos slums
del libro de Lapierre.
Por
fin llegamos al complejo, que parece un fortín debido a los altos y
gruesos muros, secundados por alambrada de espino. Hay un par de
guardias en la puerta, pero no parecen muy por la labor. Una vez
dentro todo me parece bastante limpio con un olor muy fuerte a
desinfectante.
Está prohibido hacer fotos, así que dejo la cámara en la taquilla. Me cuentan que la organización tiene diferentes casas, la de los niños, la de los leprosos, la de los terminales y me da la sensación que esta debe ser la de los locos. Nos separan a hombres y mujeres, mejor dicho a chicos y chicas, pues la media de edad deber rondar los veinticinco, teniendo en cuenta que quizás seis personas superamos la trentena. Me junto con un chico portugués que conocí en el autobús. Viaja con su novia, los dos son muy simpáticos y aún destilan esa inocencia que les hace tan tiernos y empalagosos a la vez.
Nuestra primera tarea consiste en tender la ropa. Subimos a una terraza dónde encontramos a varias docenas de personas esperando para empezar. Delante de ellos hay un montón de ropa mojada encima de unos plásticos y va llegando más en unos cubos metálicos. Dan la señal y enseguida me doy cuenta que sobramos la mitad. Hay que hacer cola para coger un triste lunghi y despues de tenderlo volver a esperar. Se convierte en una tarea muy monótona y aburrida y cuando por fin acabamos bajo contento a esperar algo mejor.
Ahora toca fregar el patio. Algunos cargan cubos llenos de agua y desinfectante que esparcen por doquier. Otros los friegan con las escobillas de bambú tan características de Asia. Otra vez el mismo desazón. Hacerse con un cubo o escobilla resulta prácticamente imposible, debido a la gran cantidad de gente que más de una vez se echan el agua por encima. El chico portugués me pasa un cubo que ya no voy a soltar. Como mínimo tengo claro que es lo que debo hacer. Mientras me dedico a la nueva labor, observo con mayor detenimiento el perfil de los pacientes que hay en el patio.
Está prohibido hacer fotos, así que dejo la cámara en la taquilla. Me cuentan que la organización tiene diferentes casas, la de los niños, la de los leprosos, la de los terminales y me da la sensación que esta debe ser la de los locos. Nos separan a hombres y mujeres, mejor dicho a chicos y chicas, pues la media de edad deber rondar los veinticinco, teniendo en cuenta que quizás seis personas superamos la trentena. Me junto con un chico portugués que conocí en el autobús. Viaja con su novia, los dos son muy simpáticos y aún destilan esa inocencia que les hace tan tiernos y empalagosos a la vez.
Nuestra primera tarea consiste en tender la ropa. Subimos a una terraza dónde encontramos a varias docenas de personas esperando para empezar. Delante de ellos hay un montón de ropa mojada encima de unos plásticos y va llegando más en unos cubos metálicos. Dan la señal y enseguida me doy cuenta que sobramos la mitad. Hay que hacer cola para coger un triste lunghi y despues de tenderlo volver a esperar. Se convierte en una tarea muy monótona y aburrida y cuando por fin acabamos bajo contento a esperar algo mejor.
Ahora toca fregar el patio. Algunos cargan cubos llenos de agua y desinfectante que esparcen por doquier. Otros los friegan con las escobillas de bambú tan características de Asia. Otra vez el mismo desazón. Hacerse con un cubo o escobilla resulta prácticamente imposible, debido a la gran cantidad de gente que más de una vez se echan el agua por encima. El chico portugués me pasa un cubo que ya no voy a soltar. Como mínimo tengo claro que es lo que debo hacer. Mientras me dedico a la nueva labor, observo con mayor detenimiento el perfil de los pacientes que hay en el patio.
Sólo
hay hombres, las mujeres, que son atendidas por las chicas no tienen
permitido salir al patio. Allí hay tullidos de toda clase, cojos,
amputados... La gran mayoría esgrimen una mirada perdida, cargada de
melancolía.
Una vez terminamos de limpiar el patio, siento aflorar con mayor ímpetu mis prejuicios. Algunos voluntarios se dedican a masajear los miembros inertes de los pacientes, mientras otros los afeitan. Alguien me comenta que les gusta mucho. Con una rápida ojeada a mi alrededor compruebo el estado y longitud de sus uñas y desisto de tal cometido. El prejuicio se mezcla con un indeterminado sentimiento de egoísmo y contradicción; la mayor parte de ellos podrían afeitarse por sí mismos, ¿Qué ayuda les estoy prestando privándolos de una actividad que a mi entender les proporciona autoestima y confianza? Otra cosa que se me recomienda hacer es sentarme y hablar con ellos. Ilusionado me doy una vuelta más, dispuesto a escuchar y a copsar el punto de vista de estos “pobres” hombres. Desafortunadamente hay pocos que hablen inglés, y ya están ocupados.
Me pierdo por las habitaciones sin saber muy bien qué hacer, cuando de repente me encuentro un par de chinos que preparan los medicamentos. Me comentan que requieren de alguien que los siga con un cubo de agua potable mientras la hermana les da los medicamentos. Me adjudico esa labor y durante la siguiente hora sigo a la hermana más guapa de todo el complejo con el cubo y los vasos. Ella me va explicando cómo llegaron cada uno de los enfermos, la gran mayoría al borde de la muerte, y cual es su evolución. Le pregunto si a parte de los medicamentos, les dan otras cosas, como vitaminas, sospechando que incluyen algún tipo de calmante que les mantiene idiotizados. Ella muy solícita me comenta que las vitaminas son imprescindibles debido al elevado grado de desnutrición en el que llegan al centro.
Una vez terminamos de limpiar el patio, siento aflorar con mayor ímpetu mis prejuicios. Algunos voluntarios se dedican a masajear los miembros inertes de los pacientes, mientras otros los afeitan. Alguien me comenta que les gusta mucho. Con una rápida ojeada a mi alrededor compruebo el estado y longitud de sus uñas y desisto de tal cometido. El prejuicio se mezcla con un indeterminado sentimiento de egoísmo y contradicción; la mayor parte de ellos podrían afeitarse por sí mismos, ¿Qué ayuda les estoy prestando privándolos de una actividad que a mi entender les proporciona autoestima y confianza? Otra cosa que se me recomienda hacer es sentarme y hablar con ellos. Ilusionado me doy una vuelta más, dispuesto a escuchar y a copsar el punto de vista de estos “pobres” hombres. Desafortunadamente hay pocos que hablen inglés, y ya están ocupados.
Me pierdo por las habitaciones sin saber muy bien qué hacer, cuando de repente me encuentro un par de chinos que preparan los medicamentos. Me comentan que requieren de alguien que los siga con un cubo de agua potable mientras la hermana les da los medicamentos. Me adjudico esa labor y durante la siguiente hora sigo a la hermana más guapa de todo el complejo con el cubo y los vasos. Ella me va explicando cómo llegaron cada uno de los enfermos, la gran mayoría al borde de la muerte, y cual es su evolución. Le pregunto si a parte de los medicamentos, les dan otras cosas, como vitaminas, sospechando que incluyen algún tipo de calmante que les mantiene idiotizados. Ella muy solícita me comenta que las vitaminas son imprescindibles debido al elevado grado de desnutrición en el que llegan al centro.
Al
cabo de un rato llegan tres españoles más que sin saber dónde ubicarse
pretenden hacerse con mi trabajo. No hay mal rollo pero la cosa se
vuelve un poco molesta. Somos ya cinco personas en procesión, lo
cual muy lejos de ser una ventaja se convierte en inconveniente.
Aparte me distraen la atención de la hermana.
Cuando
terminamos la ronda, me indican que hay un descanso dónde nos dan
más chai y galletas.
Nos reencontramos con las chicas y demás voluntarios. Saludo a Zack,
quien lleno de energía sermonea a un grupo de jóvenes tejanos. El
portugués me confirma mis sospechas, está preparándose para el
sacerdocio.
Charlando
esperamos la hora de comer, que por lo visto será el último
servicio que prestemos antes de irnos. Al cabo de una media hora nos
llaman. La antesala de las habitaciones está repleta por filas de
residentes, todos perfectamente alineados. Los observo una vez más,
escruto sus miradas perdidas en la nada,
excepto dos o tres que parecen más despiertos, nadie habla ni
socializa con el de al lado.
Muertos en vida. Arrebatados del regazo de Kali, para la gran mayoría de ellos ya no existe lugar en la Ciudad de la alegría.
Muertos en vida. Arrebatados del regazo de Kali, para la gran mayoría de ellos ya no existe lugar en la Ciudad de la alegría.
Al
fin llega la hora de pasar los platos. La cadena de voluntarios
vuelve a ser escandalosa. Estoy en el último lugar y cuando he
repartido cinco platos de comida mi cometido deja de tener sentido. Salgo al patio con el portugués y
nos sentamos en las escaleras del pabellón de las chicas. Ellas no
son tantas y parecen más atareadas. Repentinamente vemos salir a cuatro o cinco de ellas llorando, lo cual viene a confirmar la noticia que nos habían
adelantado antes. Una de las residentes ha fallecido. India en estado puro.
En menos de quince minutos llega su substituta. Una mujer
blanca baja a toda prisa de un taxi y se hace con una silla de ruedas
mientras dos enfermeras acuden presurosas a ayudarla. Sacan a un espectro del coche. Sabemos que es mujer únicamente porque el coche se paró en su pabellón. La observo cuando gira su cara hacia mi. Quedo completamente
conmocionado. Ya nunca podré olvidar esa mirada. Va medio desnuda,
con algún pedazo de ropa que no pueden disimular que es un saco de huesos. No tiene un solo músculo en
todo el cuerpo. Su rostro ennegrecido es tan sólo un forro de piel y
cabello crepado. Parece no tener más de treinta años, pero ya le faltan la mitad de los dientes. La visión es aterradora, recuerda a las imágenes del los campos de concentración nazis. Es difícil de entender que sucedan estas cosas, que se llegue a tales extremos, que el cuerpo humano tenga tanto aguante.
Todavía
afectados, salen las chicas que han terminado su
turno. Nos vamos todos juntos hacia la parada del autobús. Ya en el
hotel, me ducho y caigo rendido en el catre mientras medito sobre
todo lo que he visto antes de dormir. Sin poderlo evitar vienen a mi
mente mil maneras de sacar más provecho de todo ese caudal de
voluntarios. Podrían montar brigadas que hicieran muebles, pintaran
muros o renovaran instalaciones eléctricas... Me doy cuenta que
desbordados por la situación, ni las propias hermanas deben saber
cómo.
El tema de la Madre Teresa se ha convertido en un show
business en Calcuta, muchos son
los que viven casi exclusivamente de los voluntarios, hoteles,
restaurantes, taxis... Una especie de parque temático del buen
samaritano para un público en auge, que calibra el alcance de su
altruismo a cambio de un pedazo de santidad. Nadie, absolutamente
nadie va a tocar nada que lo pueda desbaratar.
El milagro de la vida entre tanta miseria |
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