Hoy me levanté en casa de Joy. Tras pasar tres días maravillosos en
compañía de los suyos nos preparamos para partir. Sammer y ella van
hasta Kanchanaburi, unas cuatro horas hacia el norte. Yo me desvió
hacia Bangkok. Me cuentan que mi camino coincide con el suyo durante
cien kilómetros, así que cargamos la moto en la pick up y salimos sobre
las 11 de la mañana, después de ir al mercado de Hua Hin a buscar unos
encargos para su madre. En la pick up se viaja genial. El asiento de
atrás es pequeño, pero tiene aire acondicionado. Ponemos música y
charlamos animadamente, pues son muchas las cosas que nos unen después
de tres meses de convivencia en la isla. Ella está un poco desconcertada
después de la ruptura con su marido, así que Sammer y yo la animamos en
lo que podemos y recibimos su amor y gratitud. Nos cuenta que pararemos
para comer en Ratchaburi, ciudad en la que vivió durante un par de años
y dónde la esperan unas antiguas compañeras de trabajo.
Cuando llegamos
nos dirigimos al mercado, donde las encontramos en una especie de
porche gigantesco, rodeado de restaurantes. Como Joy y sus amigas tienen muchas que
decirse y por supuesto hablan en thailandés, Sammer y yo nos damos una
vuelta y la dejamos con ellas. Nos sentamos en una de las mesas que comparten entre todas las paradas del lugar. Tomamos dos
american rice, que no son geniales, pero si realmente baratos. 35 baths
cada uno. Una vez más no deja de sorprenderme la diferencia de precios
existente en tan pocos kilómetros.
Al cabo de una hora y cuarto
reanudamos la marcha. Ya falta poco para llegar al cruce de caminos y
Joy me advierte que me vaya preparando. Paramos en la cuneta y
descargamos la moto y mis bolsas.
Joy, Sammer y Roxana. |
Yo voy montando el portaequipajes,
mientras ellos ubican sus maletas. Nos despedimos con abrazos, aunque es
probable que nos volvamos a ver, pues ellos van a ir a la capital en
tres o cuatro días. Compruebo otra vez la intensidad de los lazos que se
crean en una isla. Nos deseamos buena suerte y parten, mientras yo me
calzo y me preparo para el resto de la travesía.
Son las 15:50 horas y
me quedan unos ochenta y cinco kilómetros hasta la ciudad. El sol muerde
como nunca, así que me pongo protección solar y chaqueta de manga
larga. Prefiero sudar que acabar como una langosta. Una vez realizados
todos los preparativos, parto sin más dilación. Bangkok me espera, con
su polución galopante, con su tráfico enloquecido, con su ruido
ensordecedor…
La carretera está un poco más estropeada que en la región
de Chumphon y mi adorado arcén lleno de plásticos, neumáticos y mucha
gravilla. Poco a poco, el tráfico va aumentado y de los dos o tres
carriles pasamos a seis. Señal inequívoca de que voy por buen camino. En
un momento dado, los carteles de la capital desaparecen y entro en un
enjambre de pequeñas ciudades satélite con nombres cada vez más
rocambolescos. Me doy cuenta que debería haber memorizado o escrito en
un papel el orden a seguir, pero ya es demasiado tarde para eso. Me guío
por intuición y paro a preguntar de vez en cuando. Al final, en medio
de una gran avenida con el mismo nombre de la carretera principal que
salía de Chumphon, un conductor de mototaxi me dice que ya he llegado.
La verdad es que esperaba mucho más tráfico y que fuera más difícil. El
siguiente paso es acercarme a Khaosan road. Me dicen que voy en
dirección contraria, así que giro y vuelvo por dónde he venido. Tengo
que encontrar una estatua ecuestre de uno de sus reyes, pero por más que
avanzo no la veo por ningún sitio. Paro varias veces más y un simpático
cliente del Seven Eleven me lo dibuja en el mapa. Salgo como un rayo,
pues tengo ganas de llegar y darme una ducha. En el furor de mi
arrancada pierdo el mapa, no dándome cuenta hasta algún tiempo después.
El tráfico va aumentado a medida que me interno más y más hacia el
centro de la ciudad. Roxana se comporta bien, aunque creo que el cambio
vuelve a tener algo de juego. Sin duda necesitará una pequeña revisión
antes de embarcar. Afortunadamente, tantos años de experiencia
conduciendo motos por Barcelona me resultan muy útiles en estos
momentos. Es bastante parecido a la hora punta en cualquier calle del
Eixample, aunque obviamente aquí no respetan los carriles ni la prioridad de
paso. Yo me adapto rápidamente y cuando me paso de largo el puente que
me habían indicado, no dudo en volver en dirección contraria y
acometerlo por la acera. No tengo claro hacia dónde voy pero sigo y
sigo. Hace ya algún rato que ha oscurecido y las ganas de llegar me
pueden cada vez más. Pronto a desesperar, reconozco una de las calles
por las que fui andando hasta la estación. Aquél día no le vi la
utilidad a tamaño despropósito, pero hoy llega como una especie de
bendición. Sigo el camino y en sólo quince minutos me encuentro entre
las concurridas calles del famoso barrio turístico. Otra vez, sudado,
aunque no quemado, cansado pero feliz. La etapa prólogo toca a su fin.
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