Bangladesh
me recibe con un halo de calor que me abraza infatigablemente, como
una Diosa madre ansiosa por recibir al hijo pródigo. En el
Aeropuerto me espera Sumon, un amigo de Ida y Anna, que ha venido a
recogerme con Shams, un colega suyo. En realidad no soy consciente
aún de cuanto debo agradecérselo, pero diez minutos en el coche
bastarán para darme cuenta.
Dhaka es una
verdadera locura en la que se conjugan edificios modernos con barracas,
coches lujosos, autobuses desvencijados e incluso algunos animales.
Pero por encima de todos sobresalen los rickshaws a pedales.
Inmediatamente vienen a mi mente imágenes de la Calcuta tan bien
retratada por Dominique Lapierre. Estos escuálidos
hombrecillos tiran de sus carros con afán, llevando a generosas
matronas y a sus opulentos maridos por la cuarta parte de un euro.
Quedo
fascinado por el país y su gente, por su estirpe bengalí...
Antaño fue
esta una tierra colmada de riquezas, capital de reinos épicos que
dominaron sobre gran parte del subcontinente indio. La antigua
provincia de Bengala, experimentó en sus carnes los males del
colonialismo británico. Ofuscados por la productividad de las
tierras de labranza, los europeos redujeron la selva y los hábitats
naturales, condenando a muchas de sus especies a la desaparición. La
región se volvió más sensibles a los rigores climáticos,
propiciando ya en el siglo XX y en plena explosión demográfica, la
aparición de devastadoras hambrunas. En el año 47, Bengala volvió
a sufrir como ninguna el drama de la partición. Dividida en dos, la
parte oriental quedó integrada en el nuevo Pakistán, país en el
que nunca consiguieron encajar. A esto le sucedió una dramática
guerra por independencia, que tuvo devastadoras consecuencias para
sus gentes.
Esto es
Bangladesh, un país de mayoría musulmana y étnicamente indio. En el que la diferencia entre ricos y pobres es completamente exagerada.
Dónde no hay turistas, y casi todos los occidentales que se dejan
ver por sus calles trabajan para empresas del sector textil y su
exportación.
Mi primera
noche transcurre en el hotel que me encontró Sumon, el más
económico de la ciudad. El precio es escandaloso para la
habitación. Ni más ni menos que ¡50 dólares americanos! Cómo
acabo de llegar de Tailandia no puedo evitar pensar que allí no
costaría más de 400 baths, unos 8 euros por noche.
Al día
siguiente me pongo en contacto con Oscar, otro amigo de Ida y Anna
que va a alojarme durante mi estancia aquí. Trabaja montando una fábrica
de sofás. Descubro en él a un tipo estupendo al que le interesa
todo tipo de arte.
Subo al coche creyendo que se trata de un taxi y
me llevo mi primera sorpresa. La empresa le ha asignado un Toyota con
chófer privado. Pronto descubriré que en Dhaka es una costumbre
habitual. Salgo disparado del hotel, como si fuera un marqués y en
el ímpetu dejo olvidada la cámara fotográfica que tan buen
servicio me había prestado hasta entonces.
Ignorando mi
perdida recibo una primera impresión diurna de la ciudad; Ruido y
más ruido. Aquí como en la India, todo el mundo va tocando el
claxon continuamente, como si ello sirviera para aligerar el
congestionado tráfico. Las calles están llenas de polvo, los
semáforos escasean tanto o más que los turistas.
Cuando por
fin paramos en uno, tullidos de toda clase se acercan a demandar
limosna pegándose a los cristales del coche, de manera tan exagerada
que uno se siente como en el interior de una pecera. Durante el
trayecto varios niños harán lo mismo, propiciando que alguna cosa
se desgaje en mi interior. Sin embargo, sigo fiel a mi promesa de no
dar dinero salvo en casos realmente escandalosos. En primer lugar, mi
economía es realmente precaria a estas alturas y en segundo tengo
mis dudas sobre lo que significa una ayuda real para estas personas.
En el caso de los niños lo que más me duele es constatar la perdida
de su inocencia, así que durante el resto del camino medito como
puedo hacer algo por ellos sin acceder a darles dinero.
Llegamos a casa de Oscar, un edificio que parece un hotel, con
porteros y guardas circundando su entrada. Me cuenta que el vive en
un apartamento del cuarto piso. Éste no tiene nada que envidiar a
cualquier vivienda europea; tres habitaciones, tres baños, aire
acondicionado. También dispone de un cocinero que ademas le hace la
limpieza de la casa. Evidentemente la mayor parte de esos “lujos”
corren a cuenta de la empresa que le contrato en España y puedo
atestiguar que sin duda se hace merecedor de ellos trabajando casi
once horas diarias.
Como se ha
mudado recientemente, tan sólo tiene una cama, así que por la tarde
Sumon me acompañará a comprar un colchón. Comemos un fantástico dhal y cuando regresa al trabajo, descanso un rato antes de
que me recojan.
Son las cinco
en punto cuando mi amigo bengalí llama a la puerta. Fumamos un cigarrillo
mientras le muestro los diseños de las camisetas y acordamos los
cambios que debo realizar con el photoshop. Parece que nos
entendemos rápidamente y que no va a haber ningún problema.
Al bajar a
la calle, cojo mi primer rickshaw. La experiencia no tiene nada que
ver con los Tuk-Tuks tailandeses ni tampoco con los rickshaws
motorizados indios.
Rickshaws esperando para recoger a sus clientes |
La cola es larga y algunos se impacientan |
Aquí el asiento es realmente pequeño, y aunque
Sumon no es muy grande, vamos justos de espacio. El conductor se
maneja con habilidad, sorteando baches y otros vehículos, aunque
muchas de las veces parece que vayamos a chocar nunca llega el fatal
desenlace. Sobrevivo a la experiencia y una vez llegados a Gulshan 2
nos adentramos en un mercado de dos plantas en el que venden de todo.
Después de visitar varias tiendas especializadas, decido comprar un
trozo de espuma de alta densidad con funda de algodón y almohada,
todo por unos treinta y cuatro dolares. Los precios de los colchones
son casi tan elevados como en Europa, sorprendiéndome una vez más.
En el mercado de Gulshan 2 |
Volvemos a
casa a dejar el colchón. Me consuelo pensando que por lo menos ahora
vamos parapetados por la espuma. Una vez allí, Sumon me pide que le
acompañe a otro mercado a comprar un sari para su tía.
Volvemos a montar en rickshaw, a lo que ya me voy acostumbrando.
La tienda de
saris tiene unos telas preciosas de precios exorbitantes. Me cuentan
que son tejidos tradicionales bengalís, con hilos de oro y plata.
Al salir
vamos a su casa, donde conozco a su hermana y a parte de su familia.
Son gente hospitalaria que siempre tienen una sonrisa en la cara.
Después nos recoge un empresario amigo suyo, Shaquill, que se dedica
a los negocios inmobiliarios. Recogemos a Oscar y nos invitan a cenar
al Regency, un hotel de cinco estrellas donde tomamos cerveza
y fumamos shisha sin parar.
Me gusta especialmente la de uva y menta. La cena tendrá lugar en el
restaurante del hotel, con un inmenso bufete donde degustamos gran
cantidad de platos tradicionales y occidentales.
Al terminar subimos
a la terraza, descubriendo allí una piscina y un bar en el que
sirven cócteles. Nos sentamos en el sitio más elevado y Shaquill
pide más cerveza y shisha.
Desde allí puedo contemplar la ciudad en todo su esplendor, sus
ruidos, sus luces, sus tremendos atascos... Sus altos edificios, que
poco a poco van ganando la partida a las casas bajas y a las
chabolas...
Es
un espectáculo apasionante ante el cual me entrego con la curiosidad
del recién llegado. Sin tratar de juzgar ni tampoco justificar los
contrastes, observando los detalles que poco a poco van desgranándose
ante mis ojos. Esto es queridos amigos, la gran Dhaka...
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